Toma mi mano

Será que al final del camino
cuando la luz se vuelva más intensa
o la oscuridad me cubra entera
¿Dejaré de tener miedo?

¿Me tomarás de la mano?
¿Sentiré aun tú calor?
¿Serás mi compañero cuándo se baje el telón?

Será que al final del camino
el destino me permita ver tu rostro
o en caso no te encuentres
¿Aun vivirás en mis recuerdos?

Solo toma mi mano desde donde estés
Así sentiré tu calor
Así no tendré miedo cuando se baje el telón.

Al mar

Te prefiero solitaria, salvaje, decidida y a veces tímida, más aun, cuando el firmamento se viste de gala y ve reflejado en tu cuerpo sus luces lejanas, y más aún cuando camino a tu lado y escucho el murmullo de tus olas que buscan con disimulo revelarme tus secretos.


El viene y va de tus olas me perturban. Siento que me llaman, que me hipnotizan, que me absorben lentamente. Ahora sin darme cuenta veo que han acariciado mis pies con delicadeza. ¡Qué astuta!


Poco a poco me entrego a ti, tus olas me abrazan con tosquedad y luego con gentileza me invitan a participar de su bailoteo. ¡Que paz! Sólo tú, yo y el cielo.

C. Quintanilla

Shaleen

Cariel se detuvo de improviso. Era de tarde: el viento soplaba en contra y era inevitable poder percibir el olor a eucalipto de los árboles que rodeaban aquel prado en donde ella se encontraba sentada. La contemplaba de lejos; observaba como el viento elevaba su cabello con elegancia y como sus delicadas manos alzaban una rosa y como ella cerraba los ojos dejándose envolver por el momento. Parecía estar en presencia de un ser excepcional. Con cierto temor dio un primer paso para acercarse a ella; sin embargo, un recuerdo lo transportó al pasado.

En aquella oportunidad esta mujer se encontraba en la esquina de la habitación; sentada en una silla de madera. Vestía una bata de seda transparente que delineaba su figura; tenía una pierna sobre el asiento, y su mano derecha encontraba apoyo en la rodilla mientras sostenía un cigarrillo. Caía la noche cuando él abrió la puerta. Una lamparita alumbraba con desgano la esquina opuesta permitiéndole aun así contemplar aquella imagen. La cama estaba sin tender, ella lo miró de reojo y con arrogancia mostraba su habilidad para hacer la cascada irlandesa. Él permaneció en silencio; sabía que no podía decir nada aunque por dentro los celos y el odio lo consumieran. Las condiciones siempre fueron claras. Ella no le pertenece a nadie y él tampoco. Cariel cerró la puerta con fuerza descargando su ira. Ella continuó fumando.

El olor a eucalipto era penetrante. Los recuerdos lo encolerizaban, se detenía, avanzaba pero se sentía atraído por su belleza. No podía irse. Necesitaba acercarse, tocarla de nuevo.

El sol empezaba a esconderse. Un camino de sangre tiñó el cielo. Y el viento, oh el viento tenía vida propia, continuaba galopando y su perfume olor jazmín golpeó contra su rostro. Era su droga. Lo tenía preso; era tan hermosa, como no amarla como él lo hacía. La observó de nuevo con mayor detenimiento: llevaba puesto un vestido holgado, diferente a los vestidos ajustados y escotados a los que él estaba acostumbrado. Dio unos pasos más y de nuevo se detuvo.

Una vez más abrió la puerta de la habitación y la encontró como de costumbre. Esta vez ella le cuestionó el porqué de tanta alegría – Espero que sea por mí– le dijo con una sonrisa hipócrita, al igual que ella. Cariel no dijo nada. Tras un breve silencio –Te vi– aseguró ella, en lo que dejaba caer la colilla del cigarrillo. Cariel tratando de disimular la satisfacción que le provocaba esta escena respondió con seriedad  e indiferencia –Que bueno–.

Shaleen, ese era su nombre, torció la mirada y en tono de burla terminó la conversación con un –No te ilusiones–. Cariel cerró la puerta con fuerza y la hizo suya una vez más. La odiaba; odiaba su libertad infinita; se odiaba a sí mismo por amarla como la amaba, por gozar de su libertad y al mismo tiempo ser preso en silencio de sus sentimientos por ella.

El viento golpeó de nuevo su rostro. Él sacudió la cabeza y siguió avanzando en el prado. Se pertenecían uno al otro a pesar de las condiciones previamente establecidas –¿Por qué no cambiar la reglas? – se cuestionaba. Sin darse cuenta estaba a un paso de ella. Se colocó al frente y se arrodilló. Shaleen no se percató de su presencia y elevó la rosa hacia su rostro.

El tiempo se detuvo por un momento y Cariel pudo notar que ella ya no traía consigo el cigarrillo como de costumbre. Algo había cambiado. Se agachó un poco más para tocarla. Cuando su mano rozó el mentón de Shaleen, con lentitud el viento se fue llevando cada parte de ella, como polvo de estrellas. En ese momento un último recuerdo vino a la memoria de Cariel.

Él había llegado a la habitación decidido a poner fin a esa extraña relación. Poner fin a las condiciones. Entregarse por completo y renunciar a su libertad. Shaleen lo había estado esperando en medio de la habitación. En vez de una bata tenía puesto un vestido holgado que llegaba hasta la rodilla. No se había maquillado, no llevaba aretes o collares y mucho menos el cigarrillo. Era ella al natural y Cariel la amo aún más. Intentó acercarse, pero ella dio un paso atrás y lo detuvo diciendo –No. No puedo ser de nadie. Sólo de uno y al mismo tiempo sólo a mí me debo fidelidad. Soy libre y tú también–. Sacó el arma que tenía escondida tras de sí y de un tiro acabo con su vida.

Aún arrodillado en el prado observando como el cuerpo de su amada se desvanecía; Cariel alcanzó a recoger la rosa que tenía ella en la mano. Era de color negro. Representaba la muerte de su alma, la muerte de Shaleen.

FIN

Volveremos a sonreír

Estaba en su dormitorio cuando escuchó el inicio de la pelea. Hacía ya mucho que los escuchaba pelear. No importaba la hora. No importaba si él estaba cerca escuchando. Poco a poco las paredes de la casa se iban desmoronando. Se tapó los oídos y salió lo más rápido que pudo. Tras de sí cerró la enorme puerta de madera labrada. Montó su bicicleta y mientras se alejaba el bullicio que provenía de la casa se iba apagando, hasta verse reemplazado por el golpeteo del viento contra las hojas de los árboles, en aquel bosque frondoso donde se refugiaba.

Fausto tenía seis años y para su corta edad era un conocedor del mundo. Él lo creía así. Era un flacucho con cara rendondita. Vestía siempre polo, shorts y unas zapatillas azules que a pesar del desgaste permanecían dispuestas para emprender aventuras. Desde pequeño fue muy independiente. A diferencia de otros niños, él, sí podía andar solo por el pueblito. Junto con su familia vivían en un pueblo ubicado en medio de la nada bajo una ardiente bola de fuego. Era de suertudos poder encontrar algo de vegetación y él sí que era uno de los pocos afortunados.

Todos los días emprendía la misma ruta, que consistía en pedalear desde la gran puerta labrada hasta la placita principal. Luego avanzar dos cuadras y girar a la izquierda. Como era un camino un tanto empinado, tenía que tener mucho cuidado de girar a tiempo y no llegar a la vía principal que luego te desviaba a la carretera si seguías derecho. Justo antes de ingresar a la carretera se podía divisar unos grandes arcos dorados y muchos comentaban que quien llegara hasta ahí, no volvería jamás. Fausto con toda la destreza de un niño de su edad lograba girar a tiempo para luego adentrarse en aquél bosque de cuento.

El bosque estaba repleto de árboles enormes y frondosos y de flores de todos los colores del arcoíris. En el medio tenía un caminito empedrado lleno de tierra. Cada que pasaba con su bicicleta, todo su cuerpito vibraba sin parar y su ropa quedaba salpicada por el lodo. En medio de ese camino conoció a una hermosa niña. Su chiquitita. Ella bailaba en círculos y jugaba con una cintilla que colgaba de su muñeca y que se movía al compás de sus movimientos. Tenía unos ojos verdes color esmeralda, “como brillaban” pensaba Fausto, y resaltaban por sobre su piel tostada.

–Hola –dijo ella acercándosele

–¿Quieres una galleta? –le pregunto en tanto le acercaba una galleta a su boca. Fausto la aceptó gustoso.

–¿Cómo te llamas? –preguntó –Yo me llamó Alba. Tengo cuatro ¿y tú?

–Fausto. Tengo seis –respondió él con mucho orgullo y animoso por la nueva amiga que había hecho.

Toda la mañana se la pasaron jugando entre los árboles. Trepándolos y riendo a carcajadas. Al terminar la mañana, agotados por el juego, se sentaron a comer galletas de chocolate (las favoritas de Alba). Ya era hora del almuerzo. Fausto se despidió.

Cerca de llegar a su casa, los olores del riquísimo almuerzo que le esperaba invadían las calles cercanas. Su mamá tenía muy buena sazón y él disfrutaba mucho los almuerzos. Cruzó la puerta de madera sin temor. Su día había sido excelente y la expresión en su rostro lo decía todo.

En la cocina su mamá estaba terminando de preparar el almuerzo. Aún tenía una sonrisa en la cara y sus ojos aún conservaban ese brillo especial. Del otro lado, en la sala, estaba su padre quien con su indiferencia le había puesto fin a la discusión de la mañana y permaneció allí sentado en el sillón viendo televisión. Ella a pesar de haber tenido un día pesado, mantenía una buena postura por el pequeño niño que acababa de cruzar la puerta.

– ¡Ahí estás! Ya casi acabo –le decía recibiéndolo con un gran abrazo.

Luego lo alzó en brazos y lo llevó a asearse. Con delicadeza lavó su carita y sus manitos y le colocó ropa limpia. Acariciaba sus cachetes regordetes y lo miraba con ternura. Le pedía no olvidar cuanto lo amaba.

El pequeño la abrazó con todas sus fuerzas y la llenó de besos. De esos besos sinceros que provienen del alma.

Se sentaron todos a la mesa para almorzar. Ella jugueteaba con su anillo de oro y sonreía cada tanto. Su padre tenía la mirada ida. Aún mantenía su indiferencia y en el medio de los dos, Fausto, con la mirada fija en su plato. Todos permanecieron en silencio.

Al día siguiente la puerta se abrió de nuevo. Fausto pedaleó lo más rápido que pudo para ver a Alba, quien lo esperaba con un paquete de galletas.

– ¿Qué son esa manchas? –le preguntó Fausto ni bien la vio. Tratando de retirar el cabello que las cubrían para ver mejor.

– No son nada. Pronto desaparecerán –le contestó Alba quitando la mano de Fausto de su rostro y tratando de cubrirlas inútilmente con su cabello.

– No estés triste. Quiero verte sonreír–

Fausto vio cómo su chiquitita lloraba. Deseaba tanto ayudarla y no sabía cómo. Entonces le dio un beso en cada una de las manchas violetas que encontró en su rostro. Ese día no hubo juegos ni risas.

Regresó a casa empujando su bicicleta. Estaba triste. Tanto que los olores del almuerzo pasaron desapercibido. Parado frente a la gran puerta respiró hondo, pues aún escuchaba el bullicio en el interior. Tomó valor y entró. La discusión llegó a su fin.

La encontró con los ojos hinchados y vidriosos. Al momento, ella sintió una manito que con un pañito limpiaba cada gotita que mojaba su piel tostada. Arrodillada ante su pequeño le prometió que todo mejoraría “Algún día Fausto. Algún día” le repetía.

Esa semana almorzó ella sola con su pequeño. La presencia de su esposo era como la de un fantasma, a las justas se percataba que estaba ahí. Su fragancia con el tiempo se fue desvaneciendo al igual que las palabras de amor, las caricias y jugueteos que en su momento reinaron su relación. No quedaba nada. Fausto notó en ella su tristeza, su silencio. Los almuerzos continuaron en silencio.

Como todas las mañanas Fausto cerró la puerta tras de sí. Esta vez ya no se escuchaba el bullicio. Pedaleó hasta el bosque como lo venía haciendo. Tomó a Alba de la mano y le dijo:

–¿Y si te vas? Así ya no te lastimarán –

–Algún día todo mejorará –respondió ella.

Sus ojos ya no eran los mismos. Ese color verde esmeralda se tornó oscuro, ya no tintineaba a la luz del sol. Fausto la quería tanto que cada día que la veía una parte de su alma de iba con su chiquitita. Se estaba apagando.

Al día siguiente llegó temprano al bosque con un paquete de galletas de chocolate para curar a Alba. Sólo quería verla de nuevo sonreír. Fausto encontró su cintilla tirada en el caminito empedrado. La esperó toda la mañana. Ella ya no apareció. Entonces decidió regresar a su casa. Mientras empujaba su bicicleta, tras de sí, el enorme bosque de cuento de árboles frondosos y coloridas flores se fueron desvaneciendo. Fausto volvió la mirada. Divisó un jardín maltratado lleno de tierra, con una pileta seca a su costado y una cerca que dividía su casa de la vía principal.

Parado frente a la puerta escuchó de nuevo el bullicio. La abrió despacio, sin temor y se escondió en el estudio junto a la entrada. Después de mucho, los escuchaba pelear otra vez. Luego de varios días de indiferencia y de verlo en contadas ocasiones, escuchó la gruesa voz de su padre retumbar en las paredes de la casa. En cambio, a ella por primera vez la escuchó alzar la voz como nunca. La discusión terminó cuando su padre dijo “¡No puedo más!”. Fausto lo escuchó subir las escaleras. Su padre tomó algo de ropa y la colocó en una mochila. Bajó, alzó la billetera, tomó las llaves del auto y cerró la puerta.

Fausto quien continuaba en el estudio, corrió hacia la ventana y lo vio partir a velocidad. Avanzó derecho. Sin mirar atrás. Ni siquiera para despedirse de él por última vez. Lo vio alejarse por la vía principal y pasar por debajo de los grandes arcos dorados. Fausto sintió como su pequeño corazón se contraía del dolor y como su garanta se endureció hasta el punto de causarle dolor por el llanto que trataba de contener.  De pronto la escuchó llorar. Se asomó a la rendija de la puerta y la vio ahí, a su chiquitita, sentada en el suelo apoyada en la gran puerta de madera labrada. Vio como sus ojos verdes se tornaron oscuros. Ya no tenían ese brillo que los caracterizaba. Ante esa imagen, Fausto dejó que unas lágrimas se asomaran a sus ojos. Estas cayeron lentamente. Su boquita color carmín se encogió y empezó a temblar. Su madre al percatarse, se acercó a él. Se limpió las lágrimas y lo cargó, aseó y puso ropa limpia con toda la ternura que la caracterizaba. Se quitó el anillo de oro. Lo dejó a un lado y le dijo “Un día volveremos a sonreír otra vez, a vivir otra vez” como dice la canción.

Fausto pudo ver que las manchas del dolor, del cansancio, de la angustia aún permanecían en el rostro de su mamá. Entonces recordó y gritó emocionado “¡Galletas de chocolate! Tus favoritas. Para que vuelvas a sonreír”.

FIN

Transformación

Vamos construyendo la escena

Cada gesto, cada movimiento,

Cada mínimo detalle y,

Entre sonrisas y llantos

Vamos preparando el traje.

Vamos  construyendo la escena

Reconstruyendo desde sus cimientos

Cada creencia, cada sentir,

Entre dudas y certezas

Vamos preparando la mente.

Vamos  construyendo la escena

En la mirada, la pena

Refugiada tras luces tintineantes

Entre llantos y esperanzas

Vamos preparando el alma.

Vamos  construyendo la escena

La boca cambiará su curvatura

Dará vuelta, imitará a la luna

Entre insultos y elogios

Vamos preparando la máscara.

El corazón ¡oh pobre corazón!

Se contraerá lo más posible

Para no seguir quebrándose

¡Qué perfecta escena! Abramos el telón

Que inicie el espectáculo.

Sombras

Esta es una historia real. Puedes decidir creer en ella o no.

A diferencia de muchas otras, no siempre todo sucede durante la noche, en un día nublado o en un día de tormenta., sucede a plena luz del día, en un día caluroso, cuando menos lo esperas. Porque siendo sinceros ¿Un día así te puede asustar?

Era cerca del mediodía cuando Amanda experimentó el primer suceso. Se encontraba en la cocina preparando el almuerzo. Tocaron su hombro. Con toda naturalidad dio vuelta “¿Qué pasa?”, pero nadie respondió. En ese momento recordó que estaba sola en casa, salvo por su bebé quien se encontraba jugando en el corral. Se quedó pensativa, su hijo no pudo haberle tocado el hombro “Entonces ¿Quién fue?”, se cuestionaba mientras colocaba la mano sobre su barbilla y meditaba lo ocurrido “¿Será lo que pienso? No, no…imposible”, murmuraba y agitaba la mano como queriendo espantar los pensamientos de su cabeza.

El siguiente suceso se presentó tiempo después. Si bien estos no eran frecuentes iban aumentando su intensidad. En esta oportunidad, le ocurrió a su hijo mayor. Él se encontraba atento mirando sus caricaturas de siempre. Amanda observó luego como él se daba pequeños golpes en la cabeza “¿Qué sucede?”, le preguntó. El pequeño seguía con los golpes y le respondió “Deja de jalarme el cabello ¡Duele!”. Ella con molestia le aclaró que nadie lo hacía, mucho menos ella y en esa pequeña discusión el televisor se apagó. Su hijo la miró asustado y para calmarlo le dijo que seguro habían cortado la luz, pero no era así. El reloj del microondas seguía encendido.

Amanda estaba angustiada. Un tercer suceso se llevó a cabo a los tres días de ocurrido el último. De nuevo al mediodía mientras cocinaba, escuchó el sonido de unas llaves y luego la puerta de la calle cerrarse con fuerza. Volteó y asumió que su esposo había salido. Retomó sus actividades y a lo lejos le gritaron “¡Ya me voy!”. Dejó lo que estaba haciendo y de inmediato se apresuró a encontrarse con su esposo “¿Qué no habías salido?”. Él con cara dudosa y alargando el sonido de las palabras, le respondió “Nooo, que yo sepa”, acompañado de una pequeña risita. Amanda empalideció y tomó asiento para recuperar algo de aire. Él le preguntó si se sentía bien, le trajo un poco de agua para que bebiera y se tranquilizara. Amanda prefirió no contarle nada, estaba segura que no le creería. Tan solo le dijo “Me atoré, pero ya estoy bien”.

Esa noche su esposo debía ir a trabajar. Entonces, desde la tarde Amanda se estuvo preparando mentalmente para llevar a cabo una sesión especial. Hacía años que no lo practicaba pero la situación ameritaba que tomara acción. Se aseguró de llevar a sus hijos a casa de los abuelos para que los cuidaran. Ahora sólo debía esperar a que él se fuera a trabajar para dar inicio.

Una vez sola, tomó una pastilla para relajar cuerpo y mente. Mantuvo la luz encendida del dormitorio, se recostó en la cama y cerró los ojos. Respiró hondo y se dejó llevar. Al cabo de unos minutos sintió su cuerpo caer con fuerza, no podía hablar, ni gritar. Se concentró para no tener miedo y dejarse caer por completo hasta que de golpe abrió los ojos. Aún permanecía echada. Miró a su alrededor y sólo había penumbra. Con gran dificultad se sentó. Veía como aquellas sombras sin forma definida se movían con rapidez a su alrededor, acechando. Se abrió paso entre ellas. Debía buscarla, pero al mismo tiempo sabía que no debía alejarse mucho, sino tomarían su cuerpo.

Caminó y descendió al primer nivel de la casa. Una casa ahora marchita, sin gracia, sin color. En la sala en un rincón la vio hincada con la cabeza contra la pared. La golpeaba con fuerza y gemía sin control. Amanda se acercó despacio, un paso a la vez. Se acercó lo suficiente para tocarla, pero por detrás las sombras la tomaron. Amanda entró en desesperación, no podía zafarse y por más que intentaba no podía despertar para salir de ese mundo. Luego el cuerpo que había estado hincado se puso en pie. Se acercó a ella increpando “¡Tú robaste mi cuerpo!”. En ese instante el rostro de Amanda se transformó en un ser demoniaco. Sus ojos negros, oscurecidos en su totalidad, miraban fijamente a la verdadera dueña del cuerpo que aún permanecía echado en la cama. Las sombras que la tenían la soltaron en ese momento y se alejaron con la rapidez que las caracterizaba. Este ser y la verdadera Amanda se quedaron frente a frente.

El ser se le acercó, la olfateó “No puedes contra mí”, le susurró, “Tú me prometiste un alma a cambio y la tomé”. Amanda, continuaba gimiendo y en ese momento con su mano atravesó el cuerpo de este ser y arrancó el cordón de plata que lo mantenía unido a su cuerpo. El cordón empezó a proyectar una luz, necesitaba unirse a un alma. Las sombras atraídas por el cordón se acercaron de nuevo, miraron a Amanda y se lanzaron sobre ella para quitárselo. Amanda lo soltó y se apresuró a llegar a su cuerpo para recuperarlo. Las sombras la perseguían y obstaculizaban su paso. Empezó a arrastrarse por las escaleras. Una de las sombras pasó por su costado. Amanda intentó detenerla pero no pudo. Cuando llegó al dormitorio vio como la sombra tomaba su cuerpo. El cordón de plata empezó a encogerse y se abría camino regresando al cuerpo para unirse por completo al alma que tomara posesión de él. Amanda observó cómo el cordón pasaba entre sus pies, lo tomó y lo colocó en ella esperando así recuperarlo. Pero no. El cordón la expulsó y se unió con la sombra, con la nueva alma que había poseído el cuerpo. Amanda lo perdió de nuevo. Sin embargo, se quedaría en su casa, a pesar que nadie la pudiera ver se haría notar.

FIN

Y quién sabe

Quién sabe de mis secretos,
Quién sabe de mis penas,
Quién sabe de mis sueños.
¿Quién sabe sobre mí?

Lloré en silencio a escondidas del mundo,
Lloré por dentro y me ahogue,
Llore tantas veces y mis ojos me recriminaron,
Lloré y alguien se dio cuenta?

Mientras mi alma se quebraba,
A lo lejos ella me sonreía,
me cautivaba con su luz.
¿Qué sabe ella de mi?

Nadie sabe nada,
Nadie sospecha,
Nadie, ni yo misma lo sé,
Nadie puede cambiar mi mundo.
Sólo yo.

Ruidos nocturnos

Se encontraba listo con el pijama puesto y las frazadas de la cama dobladas de tal manera que formaban un ángulo recto cuando escuchó el “toc-toc”, “toc-toc”. Un ruido continuo que no se detenía hasta pasada la medianoche.

Hace un mes aproximadamente, inclusive un poco más, llegaron los nuevos vecinos. Don Amaro los divisó a través de la ventana de su dormitorio. Llegaron en una camioneta algo maltratada en la que quedaban solo rastros de pintura negra pues el sol había hecho su parte.

La primera en bajar fue Doña Luzmila, una mujer robusta de cara seria. Llevaba puesto un sombrero pequeño y una carterita que le hacía juego. Se detuvo por un momento a observar las casas frente a ella antes de cerrar con dificultad la puerta de la camioneta. Luego le siguió Don Fabricio, un hombre delgado y de baja estatura. Su vestimenta al igual que de Doña Luzmila era sencilla y se veía algo acabada. Él se dirigió a la tolva de la camioneta, alzó dos maletas de mediano tamaño y le dio alcance a Doña Luzmila para entrar juntos a su nuevo hogar.

Don Amaro bajó rápidamente para darles alcance, “Bienvenidos sean, señores”. Los nuevos vecinos a las justas lo miraron y siguieron de largo. Don Amaro frunció el ceño, no le pareció nada agradable tal insolencia. No estaba acostumbrado a la indiferencia, siempre había sido el centro de atención, sobretodo en el vecindario del cual era el Presidente de la Junta vecinal. Dio media vuelta de regreso a su casa cuando se percató que los nuevos vecinos ingresaban a la casa continua, la cual había estado deshabitada por mucho tiempo.

Por la noche, Don Amaro terminaba de cenar a las siete, limpiaba todo y al marcar las ocho alzaba un libro del estante de la sala e iniciaba su lectura diaria. Su rutina era siempre la misma. Manejaba de manera tan minuciosa sus horarios que era reacio a cualquier tipo de modificación. Marcaron las diez. Don Amaro se encontraba listo para zambullirse en un sueño profundo cuando escuchó “toc-toc”, “toc-toc”. Se levantó de la cama y apoyó la oreja sobre la pared. El ruido provenía de ahí. Parecía que estaban martillando, salvo que él no entendía quién podría estar realizando ese tipo de trabajos a esas horas. Se acostó nuevamente pero el ruido continuaba “toc-toc”, “toc-toc”. Sus ojos se mantuvieron abiertos por lo menos una hora más, momento en que el ruido cesó.

Al alba, Don Amaro ya estaba en pie y dando los últimos retoques a su vestimenta. Tenía el cabello bien peinado hacia un costado, los zapatos color caramelo bien lustrados, una camisa blanca bien planchada al igual que el pantalón color camote que traía puesto. “Ninguna arruga ¡Perfecto!”.

Al igual que todas las mañanas cuando el reloj marcaba las seis, salió a comprar el pan para el desayuno y recorrer el vecindario. En su recorrido se fue encontrando con alguno que otro vecino. “Buen día, Don Amaro ¿Cómo está?”, le preguntaba Don Patricio (uno de los vecinos más allegados), “Muy bien, muy bien”, le respondió con una sonrisa. “Buenos días ¡Qué gusto verle!, le gritó a lo lejos otro, “Buenos días” respondió él haciendo un ademán con el brazo en señal de saludo.

A su regreso divisó a Doña Luzmila barriendo el frontis de su nueva casa. Don Amaro se acercó estrechando la mano para saludarla, en cambio ella con mucha rapidez entró de nuevo a la casa y cerró la puerta con fuerza. La mano de Don Amaro que quedó solitaria en el aire se cerró en un puño. Respiró y mantuvo la calma ante semejante desplante “Debo tomar medidas”.

De nuevo se hizo de noche. El reloj marcaba las diez. Don Amaro concluía su rutina diaria y se disponía a dormir “toc-toc”, “toc-toc”, se volvió a escuchar. Apoyado de nuevo en la pared percibió el sonido de un taladro y el arrastre de diferentes objetos, “¿Muebles? ¿Cuándo que nos los vi?”.

En los días siguientes, Don Amaro consultó con los demás vecinos sobre los ruidos de la noche. Todos sin excepción parecían no tener idea de lo que hablaba, “¿Ruidos nocturnos? ¿Qué ruidos?”, le preguntaban. Nadie había escuchado nada.

Don Amaro estaba perdiendo la paciencia. Los ruidos no cesaban, no podía dormir y le era difícil poder entablar conversación alguna con los nuevos vecinos quienes lo esquivaban en todo momento o mejor dicho para quienes él no existía.

Una mañana despertó decidido a conversar con Doña Luzmila y Don Fabricio y dar solución definitiva al problema. Con mayor precisión era el día veintidós de la llegada de los nuevos vecinos. Se alistó como de costumbre, con cada prenda y cada cabello en el lugar correcto. Tocó el timbre y esperó paciente bajo el sol abrasante. Nadie salía. Volvió a tocar ejerciendo mayor presión, hasta el escuchar el “din-don”, “din-don” y así asegurarse que el timbre funcionara como corresponde. Permaneció impaciente en el lugar unos quince minutos mostrando una que otra sonrisa fingida a cada vecino que pasaba por su costado. Nadie salió. Luego empezó a golpear la puerta “Abran, abran…”. Nadie respondió.

Don Amaro se repuso, con un pañuelo limpió las gotas de sudor que resbalaban por su rostro y con un peine pequeño que traía consigo acomodó los cabellos que se habían salido de su lugar. Regresó a su casa. Nadie lo vio en todo el día.

El día veintiocho. El reloj marcaba las nueve de la mañana y el incesante ruido del timbre despertó a Don Amaro. Tomó su bata y salió al encuentro de quien estuviera tocando. Mayor fue su sorpresa al ver a todos los vecinos reunidos fuera de su casa y un carro de policía estacionado al frente “¿Qué ha sucedido?”. “Una desgracia Don Amaro, venga que le muestro”, respondía Don Patricio consternado. Mientras avanzaban, Don Amaro alcanzaba a escuchar algunos de los murmullos de la gente: “Tal parece que les robaron. Todos los muebles estaban volteados”; “No, no –interrumpió otro vecino– Yo  escuché que era un ajuste de cuentas”. Otra vecina comentaba “Los encontraron dentro de la pared. Con los ojos abiertos y las manos, ¡por Dios las manos!… ¡Qué terrible!”; “¿Osea qué enterraron vivos a los tíos?” preguntó uno de los vecinos mientras masticaba un mondadientes. Don Amaro estaba anonadado y algo nervioso.

Don Amaro tomó del hombro a Don Patricio y lo detuvo por un momento “Dígame por favor que ha sucedido”. Don Patricio afligido, le comentó que a sus vecinos Don Fabricio y Doña Luzmila los habían encontrado muertos dentro de una de las paredes de la casa. El hijo de ambos había llegado de visita y encontró la casa un caos y unos rastros de sangre lo condujeron hacia la pared en donde los encontraron. “Don Amaro, usted que vive a lado ¿Nunca escuchó nada?”, “Pues no. Nunca”, respondió él muy seguro.

Don Patricio después de abrirse paso entre tanta gente, presentó a Don Amaro con el Encargado de la investigación y con el hijo de los vecinos difuntos. “Señores, él es Don Amaro, Presidente de la Junta vecinal”. Estrecharon las manos y el investigador inicio el interrogatorio:

–¿Qué tanto conocía a los señores?

–La verdad no mucho. La única vez que los vi fue el primer día que llegaron. Bajé a saludarlos como buen vecino que soy pero lamentablemente los señores no correspondieron a mi saludo. Inclusive hasta hoy no sabía sus nombres.

–Mis padres no eran muy comunicativos. Desconfiaban de todo el mundo –aclaró el hijo quien en adelante permaneció en silencio, sólo escuchando atento.

–¿Algún incidente en particular que haya podido notar? –retomó el interrogatorio el investigador

–Nada en lo absoluto.

–¿Ruidos, peleas, discusiones, algo que haya podido escuchar?

–No. Lamento decirle que no. Normalmente me acuesto a las diez de la noche y tengo el sueño muy pesado.

–¿Cómo sabe que el crimen fue de noche?

–No, no. No lo sé. Lo intuyo solamente. Al igual que muchos crímenes, estos siempre ocurren de noche –respondió tragando un poco de saliva.

–En eso tiene razón –contestó el Encargado de la investigación quien iba apuntando todo en su libreta mientras miraba de una forma muy peculiar a Don Amaro quien se mantenía con una postura erguida y seria “Es una tragedia lo sucedido. Cuente conmigo para lo que necesite”, con esto último Don Amaro dio por culminado con el interrogatorio. Se despidió de ambos.

Con ayuda de Don Patricio juntaron a todos los vecinos. Don Amaro se paró frente a ellos y dirigió unas palabras:

“Queridos vecinos. Lo acontecido es muy lamentable. Es un suceso que nunca antes se había presentado en nuestro vecindario. Un vecindario de amigos, de buenas personas, generosas, amables y respetuosas. Es lo que nos caracteriza y nada debe manchar tan buena imagen.

Quien haya cometido tal barbarie es sin duda alguien ajeno a nuestro vecindario. A pesar de no haber conocido mucho a los señores considero prudente que retornemos a nuestros hogares, mantengamos la calma y dejemos a los señores policías e investigadores realizar su trabajo. Gracias”

Concluidas sus palabras, estrechó la mano con cada uno de los vecinos ahí presentes. Mostrando como siempre su apoyo incondicional. Una vez todos regresaron a sus casas él retornó a la suya algo agitado y tembloroso. A pesar de ello continuó con su rutina de siempre. Se hizo de noche, el reloj marcaba las diez. Don Amaro estaba listo para descansar. Los vecinos nuevos ya no estaban y los ruidos en la pared desaparecieron. Cerró los ojos sin embargo, no podía dormir. Los ruidos ahora estaban en su cabeza atormentándolo “¿Y si descubren lo que hice?”.

FIN

La casa del día de brujas

“¡Ábreme, ábreme, ábreme!”, gritaba mientras tiraba del manubrio de la puerta y alguien del otro lado jalaba en contra impidiéndole salir.

Cerca de la media noche, el silbato de la locomotora la despertó. Estaba aterrada, respirando con dificultad; por su rostro unas gotas de sudor escurrían como riachuelos desembocando en su pecho y humedeciendo su camiseta. Estaba toda empapada por el sudor. Era temporada de primavera, salvo para ella. Cada sueño traía consigo un cambio, en este caso, la noche se tornó fría como en invierno y corrían fuertes vientos provocando que las cortinas tuvieran vida propia. La luna brillaba con intensidad y su luz buscaba un lugar a través de la rendija de la cortina, alumbrando de forma tenue la habitación.

Se levantó y caminó hacia el baño. Se lavó la cara varias veces, quería borrar de alguna manera el miedo que sentía. Se colocó ropa limpia y se recostó de nuevo, abrazando las frazadas con todas sus fuerzas cubriéndose hasta la nariz. Miraba constantemente la ventana como esperando que algo o alguien apareciera. No podía dormir. Le tomó varias horas poder conciliar el sueño.

Despertó como siempre a las ocho de la mañana pese a su voluntad por la mala noche que tuvo. Se dispuso a desayunar y mientras lo hacía, meditaba sobre aquel sueño; hacía tiempo que no soñaba algo así, aunque sus sueños por lo general eran de lo más extraños, éste en particular fue muy real. Al final, no quiso darle mayor importancia; aún faltaba mucho por desempacar y arreglar en el pequeño departamento que había alquilado. Aunque sin saberlo, su estadía no duraría mucho.

Algunos días después, recibió una llamada de un estudio de abogados; el dueño de la casa. Esta donde había pasado los primeros años de su vida, acababa de fallecer y dispuso que la casa volviera a manos de los primeros propietarios. Sus padres habían fallecido y era hija única, por tanto pasó a heredarla libre de impuestos (lo que le resultó muy extraño), sin embargo lo bueno era que no habría que pagar alquiler. Entonces al cabo de una semana, empacó y desempacó todas sus pertenencias para instalarse lo más rápido posible en la nueva casa, la que antes llamaba hogar. Los recuerdos que tenía sobre ella eran vagos, no recordaba mucho. Sus padres siempre evitaron hablar sobre esa etapa de su vida y ella nunca tuvo curiosidad por saber más.

La casa se ubicaba en una esquina, en un vecindario poco habitado. Era grande (de tres pisos) y se veía acogedora. Parecía salida de un cuento. En el último piso, los techos de cada habitación iban en caída dando la impresión de ser pequeños castillos. Al ingresar por la puerta alterna un enorme jardín le daba la bienvenida, a su costado izquierdo un patiecito la conducía a la cocina y de ahí siguiendo derecho, al recibidor, que se encontraba justo en medio de la puerta principal y la sala que era bastante amplia. A lado izquierdo de la puerta principal estaba la oficina y a su lado derecho, las gradas de madera que conducían a los dormitorios, los cuales se conectaban a través de un largo corredor. Los muebles de la casa en su totalidad aún permanecían en lugar. El último dueño no se había desecho de ninguno y a pesar de los años, estaban bien conservados.

“Le tomó tres días instalarse. Le ayudé a reparar algunas cosas ¿Sabe?” Como la cañería del baño que se encontraba en el primer piso. Todas las mañanas ella bajaba y encontraba la luz encendida y el grifo abierto. Uno podía darse cuenta que era una chica tranquila, amable, siempre estaba sonriendo, pero con el tiempo la sonrisa fue desapareciendo.

Cuando era niña, Clara jugaba en el dormitorio de sus padres al momento que escuchó que la llamaban, pero al levantarse para salir, la puerta se cerró de golpe, quedándose encerrada. Intentaba abrirla, pero del otro lado alguien lo evitaba. Ella gritaba aterrada. Cuando por fin pudo salir, bajó corriendo con el corazón a punto de salirse del pecho. Encontró a su nana y le increpó el por qué le había hecho algo así, a lo cual la señora desconcertada por la pregunta, le dijo que ella había estado en la cocina todo el tiempo, que de seguro era su imaginación o un sueño. Ese recuerdo o lo que fuera la ha estado persiguiendo en sus sueños, talvez y no ha olvidado todo como ella cree.

Cada día ocurrían diferentes acontecimientos, como cuadros que se caían una y otra vez, tapas de ollas que salían disparadas hacia el techo, sombras que iban y venían por doquier y mucho más. En repetidas noches tenía el mismo sueño de siempre. En esas ocasiones, ya no era el ruido de la locomotora, sino los gritos desgarradores de niños pidiendo ayuda, que la despertaban sobresaltada. Recorría toda la casa para saber de donde provenían los gritos, sin embargo, nunca encontraba nada. Por las mañanas igual, no importaba cuántas veces hiciera arreglar el grifo, siempre lo encontraba abierto. “¿Por qué no se iba?” –preguntó la jovencita al hombre. Él no sabía que responderle, “Creo que la casa la tenía atrapada”, pensaba.

Clara tenía una teoría. Creía fielmente que sus sueños tenían alguna conexión con la casa y con todo lo que ocurría en ella. Decidió entonces llamar a un cura para que santificase el lugar. “Recuerdo haberlo visto unas cuatro veces, si no son más  En la última visita, ella lloraba y él le tocaba el hombro como reconfortándola. Asumo que ya no podía ayudarla.”, contaba el hombre mientras aflojaba la cañería. Para ese entonces el semblante de Clara había cambiado. Estaba más delgada, más pálida, con unas enormes ojeras y los ojos hundidos. Se podía ver el terror que se ocultaba en su mirada.

Una noche se encontraba arrodillada ordenando unas cajas, en el que fuera antes su dormitorio. De pronto escuchó que a lo lejos alguien la llamaba “Clara…Clara” repitieron dos veces. Era una voz similar a la de un payaso, un chillido agudo y corto. Volteó por instinto para ver de quien se trataba, hasta que se percató que era la única en esa casa. Un escalofrío recorrió su espalda, pero prefirió no hacer caso, quizá se había confundido con voces de la calle. De nuevo se escuchó “Clara…Clara”. Esta vez se puso en pie, el escalofrío ya no recorría su espalda, se extendió por todo su cuerpo. Se le erizó la piel. Se armó de valor y fue a ver que sucedía, quién estaba ahí. Caminó por el corredor hasta alcanzar las escaleras, no había nadie. El ruido de alguien caminando en el primer piso la asustó, “Han entrado ladrones”, murmuró. Bajó en silencio por las escaleras hasta llegar al descanso; asomó la cabeza por una de las barandas para divisar donde se podrían encontrar los intrusos. Lo que vio en ese momento la dejó atónita. En el recibidor, en uno de los sillones Luis XIV, había una mujer de avanzada edad meciéndose, tenía el cabello blanquecino y recogido con un moño; portaba un chal de color morado con el cual se cubría. De pronto, aquella mujer elevó la mirada imprevistamente hacia Clara  “Ven conmigo”, le dijo. Clara cayó hacia atrás. Se levantó lo más rápido que pudo y corrió hacia su dormitorio. No dejaba de temblar. De pronto se cortó la luz. Una oscuridad profunda se apoderó de la habitación. Clara con el cuerpo entumecido y a punto de llorar se puso de rodillas y en esa posición anduvo hasta lograr alcanzar las cortinas y poder abrirlas. Sentía la presencia de esa mujer en todas partes. Aquella noche durmió en suelo al costado de la ventana.

Los días siguientes, estuvo todo en calma. Los sucesos extraños parecían haber desaparecido. Creyó que todo había terminado. Volvió a sonreír, tenía mejor semblante, aunque seguía sin salir de la casa.

Un día mientras lavaba los platos, se sintió observada ¿Has sentido alguna vez eso? ¿Cuándo te miran fijamente y te siguen adonde vayas? Ella sintió igual. Miraba cada nada a través del reflejo de la pared de granito de la cocina. No había nadie. Pero sabía que no estaba sola.

–¿Qué quieres? –preguntó desafiante. Un aire frío invadió la cocina, un cosquilleo en el cuello la paralizó y en su oído con una voz carrasposa alguien murmuró:

–Te quiero a ti.

Los platos que tenía en la mano, cayeron al suelo.

Rumoran que hace mucho, en el día de brujas,  varios niños del vecindario se reunieron en la casa de la esquina para jugar Hypatia, ese juego de escolares, mientras los padres se encontraban fuera en una reunión. Algo debió salir mal, algún espíritu debió atravesar el portal, pues los encontraron a todos muertos, con golpes y heridas por todo el cuerpo. Salvo por una niña (dueña de la casa). La encontraron encerrada en la habitación de sus padres, gritando desesperada que le abrieran la puerta. Al ser interrogada, ella sólo decía “La vieja lo hizo”. Nadie le creyó. La familia no tuvo otra opción más que mudarse. Dejaron todo. Se llevaron lo que traían encima y nada más.

Al poco tiempo, la mañana del primero de noviembre, encontraron a Clara colgando sobre las escaleras. Desnuda. Con signos de haber sigo arrastrada, golpeada y torturada. No había pasado ni un mes desde que se mudó.

–¿Usted cómo sabe todo eso? –cuestionó la jovencita.

–Sólo lo sé –respondió el hombre. Quien terminaba de arreglarle el grifo del baño por tercera vez.

FIN

El lobo feroz

Mami anda muy feliz estos últimos meses. Creo que tiene un nuevo amigo porque siempre la escucho hablar con alguien y yo sé que no son mis tías. Desde que está así ya no juega conmigo y yo la extraño mucho. Cada vez que le pido jugar dice que no tiene tiempo, pero que debo alegrarme porque de nuevo ella es feliz. Yo pensé que era feliz conmigo. Eso me puso triste.

Era un sábado cuando mi mami llegó a casa con una enorme caja para mí. Lo sé, porque vi mi nombre (ya sé leer mi nombre) ahí escrito. Dice que ya no me sentiré sola y tendré con quien jugar todo el tiempo. Cuando abrí la caja, una bola de pelos saltó a mis brazos y me lamió por todo lado. Era un perrito de color negro, gordo y chiquito. Lo llamé Balón y desde entonces es mi mejor amigo. Juego con él todo el tiempo y él muerde todo lo que encuentra. Es tan travieso que mordió mis sábanas y ahora mami dice que no puede estar dentro de la casa. Entonces lo botó al jardín. Igual no importa, yo salgo y juego con él (mami ni se da cuenta).

Un fin de semana corría con Balón en el jardín cuando escuché que tocaron el timbre. Lo sujeté para que no se escape y me acerqué a ver quién era. En la entrada estaba un señor alto con gorro y una enorme barba. Mami salió y lo abrazó muy contenta. Balón le empezó a ladrar horrible, me asusté tanto que lo solté y se fue corriendo a morder el pantalón de ese señor. Yo no pude detenerlo. Balón lo seguía mordiendo hasta que ese señor lo golpeó. El pobrecito regresó a mi lado llorando. Mi mamá no dijo nada. Me enojé tanto con ella pero ni me hizo caso. Ella cargó a Balón y lo metió en su jaula “¡No quiero que juegues más con ese perro! Es agresivo” me dijo muy molesta y se disculpaba con ese señor. Yo me puse a llorar (¿Por qué no le dijo nada? Si él golpeó a mi perrito). Me quedé afuera con Balón. Lo saqué de su jaula y lo abracé con todas mis fuerzas. Mi mamá como siempre no se da cuenta de lo que hago, hasta se olvida los castigos que me da. Creo que ya no le importo.

Me doy cuenta que ese señor ahora viene todos los días. Cada vez que llega, mami me pide ir al jardín para que no los moleste. Yo le hago caso porque en la casa siento raro y no me gusta; prefiero quedarme en el jardín hasta que él se vaya o hasta que mami me llame para cenar.

Era viernes. Toda la tarde me la pasé jugando en el jardín. Mi vestido cambio de color amarillo a un color café, como del color de la tierra. Se hizo tarde y entré a la casa para cenar, tenía hambre. Mami por primera vez se fijó en mí: “Estás colorada –decía mientras tocaba mi frente– Estás mal. Tienes fiebre”. Debe ser así, porque me dolía mucho la cabeza y todo se movía cuando caminaba. Mami me puso el pijama y me echó en la cama. Me gusto que se preocupara por mi (aun me quiere). “Debo ir a la farmacia y vuelvo rápido” me dijo y le pidió a su amigo que me cuidara en lo que ella volvía. Cuando la escuché irse, cerré mis ojos. Me dolía mucho la cabeza. Quería que Balón estuviera conmigo, pero mami antes de irse me dijo que no. Ella ya no quiere a mi perrito (pobrecito sólo me tiene a mí para cuidarlo).

Al ratito siento que me miran. Abro los ojos y el amigo de mi mamá está sentado a mi lado. No me gusta cómo me mira. Me da miedo. “¿Te sientes mejor?” me preguntó mientras tomaba mi manito. La besó, la dejó toda mojada y la puso en su pecho. Yo me asusté y la jale de regreso a mí (¡Qué asco! Me babeo la mano). Creo que se enojó. Me miró horrible con esos grandes ojos verdes, mientras yo me escondía bajo las frazadas. Justo escuché que abrían la puerta, “¡Mami llego!”, grité y fui corriendo hacia ella. La abracé muy, muy fuerte. Estaba muy asustada. ”Duerme conmigo mami” le pedí varias veces. Ella dijo que sí. Se despidió de su amigo y vi que se besaron en la boca (¡Son esposos!).

Esa semana mi mamá pidió permiso en el trabajo. Se quedó todo el tiempo conmigo hasta que me sintiera mejor. Me sentí tan feliz. Su amigo no vino a casa esos días. Sólo éramos ella y yo otra vez juntas. Luego mami dijo que me tenía una linda sorpresa (espero sea la muñeca que pedí hace tiempo).

El día de la sorpresa, era de tarde, estaba muy emocionada y mami también. Me puso mi vestido favorito, uno blanco con flores rosadas, moradas y rojas. Hasta dejó que Balón entrara a la casa y esperara conmigo en la sala por mi sorpresa. Cuando tocaron el timbre, salté por todo lado emocionada aplaudiendo. Mami abrió la puerta y era su amigo que traía muchas maletas. Yo sólo me dedicaba a buscar mi muñeca (seguro estaba en alguna maleta). Pero no fue así. Mami tomó la mano de su amigo, luego tomó mi mano y dijo “Ahora seremos familia”. Su amigo se me acercó muy sonriente: “Seremos muy buenos amigos ¿verdad?”, mientras presionaba con fuerza mis hombros. Yo estaba triste, no tenía muñeca y ese señor ahora estaría en la casa. Mamá en cambio estaba feliz.

Mamá se fue a servir la cena. Su amigo se quedó conmigo esperando en la mesa. Se sentó a mi lado y me acarició el cachete. Me dijo que era muy bonita y que quería mucho a mi mamá. Luego dijo que yo tenía un vestido muy bonito y que si yo quería, él podía comprarme muchos más. Me emocioné (podía tener todos los vestidos que quisiera) y le sonreí. En eso sentí que tocaban mi rodilla. Balón ladró y le mordió la mano. Él lo cogió del cuello y lo botó al jardín. No sé porque mi perrito le mordió, pero desde ese día ya no me dejan jugar con él. Mami dice que Balón quiso morderme y que gracias a su amigo, no pudo hacerme daño. Yo sé que Balón nunca me mordería, es un perrito muy bueno. Aunque escucho al amigo de mamá decirle que es mejor dormirlo. Mejor, si duerme estará más tranquilito y ya no querrá morder a nadie. Han pasado algunos días. No he podido salir a jugar con Balón. Mami no me deja y ya no lo escucho ladrar. No tengo con quien jugar.

El amigo de mami es raro, no me gusta, siempre me abraza, me besa y por su culpa Balón ya no está. Mami dice que debo portarme bien con él. Yo le digo que él toca mucho mi carita, que siempre quiere darme besitos y a mí no me gusta. Ella sigue repitiendo que él lo hace porque me quiere mucho. Que todo está bien.

Hoy es sábado, mami tuvo que salir por trabajo y él se quedó a cuidarme. Yo estaba en mi cuarto jugando con mis muñecas en el piso frente a mi cama. El entró de sorpresa “¿Puedo jugar contigo?”, yo pensé en lo que mami dijo, entonces le respondí que sí.  Se sentó a mi lado y me dijo:

–Te contaré la verdadera historia de Caperucita roja –

–¿La verdadera historia? –

­–¡Sí, la verdadera! Todos hablan muy mal del lobo, dicen cosas feas, pero él era muy, muy bueno. No era malo ni feroz. Él quería mucho a Caperucita y le encantaba jugar con ella. Sólo que cuando no quieren jugar con él se pone muy triste ¿Tú te pones triste cuándo no juegan contigo?

–Si mucho. Mami ya no juega conmigo.

–Pues el lobo se ponía igual. Entonces Caperucita se convirtió en su mejor amiga y se la pasaban jugando todo el tiempo. Inventaban juegos muy divertidos para no estar tristes ¿Quieres que te enseñe?

Asentí con la cabeza. Me emocioné tanto que empecé a aplaudir y saltar con ansias. Después de mucho que alguien que no fuera un perrito jugaría conmigo. Antes de empezar a jugar él me pidió hacer dos promesas. La primera era obedecerlo en todo, dijo que seguir las reglas del juego era muy importante y la segunda promesa era no contarle nada a mami. “Si le cuentas. Ella no va a entender y no te dejará jugar ¿Tú quieres eso?”, me preguntó. Me quedé pensando un rato y al final prometí obedecerlo y no contar nada.

Él se paró y me trajo un refresco “Hay que hidratarse antes de jugar” me dijo. Yo estaba muy contenta. Me lo tomé todo de golpe. Ya quería empezar a jugar. Él me abrazó y me besó en la frente.

Abrí los ojos. No sé en qué momento me dormí. Estaba en la cama. Mami estaba a mi lado tomándome de la mano. Me dolía todo el cuerpo. Me senté y tenía puesta mi pijama. Vi mis juguetes y mis frazadas tirados por todo el suelo. También vi muchas manchas en todo mi cuarto, parecía pintura roja.

–¿Por qué me duele todo mami?

–Jugaste mucho hoy. Por eso te duele. Sigue durmiendo, debes descansar.

–Pero no recuerdo ninguno de los juegos que el lobo jugó con caperucita. Él dijo que me enseñaría.

Mami me abrazó con todas sus fuerzas “No te preocupes, ya me encargué de él, no volverá jamás. Seremos tú y yo. Nadie más ¡Ese es un lobo malo y feroz!”. Mami se puso a llorar.

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